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La Perla del Atlántico

Artículo publicado en edición Extra Verano, de revista Caras. 13 de enero de 2012.

Texto y fotos por Elizabeth Cancino desde Uruguay

La aventura empieza cuando me interno en las dunas que separan Cabo Polonio de la civilización. Diez kilómetros arriba de una 4x4, que sube y baja los arenales, me separan de mi destino. Por 70 pesos uruguayos -unos 4 dólares- se puede subir a las camionetas que esperan pasajeros en el kilómetro 264 de la ruta 10. O llegar a pie. A lo lejos se ve el mar reventando en kilómetros de playa, al norte y al sur del faro que guía a navegantes y es punto de referencia. El trayecto nos lleva a la placita del pueblo, culminación de la única calle de tierra y centro comercial de este balneario. Hay locales de comidas al paso, pintorescos restoranes, artesanías y la escuela de surf. Aquí, por la noche, despiertan los boliches y discotheques, muchas alumbradas con vela, con la música de Los Redonditos de Ricota (ese grupo argentino de los '80, contemporáneo de Soda Stereo) o la de unos desconocidos hiphoperos franceses. Ahora, la 4x4 se pierde por las dunas...



No resulta fácil llegar al hotel con las construcciones sin número y calles sin señalética. Pero la magia del Polonio es que aquí encuentras lo que vas a buscar. Llegas, y como las dunas se acomodan al viento, uno se adapta. Y en la noche ayuda el destello del faro. El cantautor uruguayo Jorge Drexler se inspiró en los "doce segundos de oscuridad" que hay entre cada haz de luz y compuso una canción con ese nombre, me cuenta el farero mientras subimos 123 escalones hasta el mirador. El suboficial de la armada, Leonardo Da Costa, describe en detalle el mecanismo que se conserva desde su construcción en 1881: una bombilla de 1000 watts reflecta la luz en una lupa, traspasa una serie de prismas y se proyecta hasta 40 kilómetros en el horizonte. Para encenderla se levantan las cortinas (el sol calentando la lupa podría provocar una tragedia), se gira la pesada estructura de prismas, y motor más ampolleta se activan al mismo tiempo bajando un switch. Listo: un destello cada 12 segundos.



El turismo nació aquí en los '60, cuando familias adineradas, dueñas de terrenos, decidieron pasar sus veranos cerca del mar. En los '70 llegaron jóvenes bohemios buscando vibraciones especiales. En los '80 y '90 se convirtió en un destino alternativo para aventureros. Hoy, en temporada alta, recibe unos 2 mil visitantes cada día. En este lugar, por la noche se instala el silencio, la oscuridad. "Hay que esperar hasta que alumbra el faro, avanzar unos pasitos, y esperar otra vez. Eso se llama andar a lo polonés", me dice el Cóndor, un hombre que hace cinco años regresó desde Canadá, se hizo un rancho -cuando todavía no estaba prohibido- y lo volvió a levantar después que se le quemó. "Porque soy obstinado y el Polonio es para los obstinados. Te la hace difícil, te echa, te dice salí de acá, andáte".



-¿Porqué te quedaste?

-Porque acá somos todos iguales.

Y debo agregar que a Polonio venimos desde todos lados. Me encuentro turistas de Dinamarca, Gales, Francia y un largo etcétera que abarca casi todo el viejo continente. Luego estamos los locales: uruguayos, argentinos, colombianos y chilenos. Una holandesa llegó por un documental. Un español, porque se lo recomendaron en Florianópolis. Dos colombianas supieron por una revista. Hablando descubrimos las actividades que ofrece el Cabo: siempre se puede salir a caminar, arrendar un caballo, surfear, hacer excursiones hacia los pueblos vecinos bordeando la costa, o visitar en bote rocosas islas cercanas.



Hay sólo 60 habitantes en austeras casas de materiales ligeros, varias construidas con pedazos de barcos que naufragaron en estas costas. Dicen que el magnetismo de sus rocas enloquece las brújulas... Conocemos gente cálida y trabajadora que desde fines de 1800 resiste contr viento y marea las inclemencias del invierno, con bajísimas temperaturas y vientos que pueden superar los 80 kilómetros por hora. 



Con mucho esfuerzo, algunos lograron abrir pozos, instalar generadores, molinos de viento y paneles solares. Pero, ¿porqué quedarse a enfrentar tantas dificultades? Por la promesa del verano: la temperatura supera los 35 grados, el agua es templada, alcanzando los 25 grados. El Cóndor lo describe: "desde septiembre a abril, Cabo Polonio es el paraíso. El oleaje se aquieta lo suficiente para hacer surf, corre viento suave, y hay playas solitarias donde se hace topples ¡como en Europa! La noche es tan cálida que se puede dormir sobre una roca... En el día, claro, el sol pega fuerte, pero no sofoca, por la brisa".

La soledad
se vuelve compañera ideal en
Cabo Polonio

Es una comunidad limpia, sin un papel tirado en el suelo, ni desperdicios en la arena (aunque no se ven trabajadores municipales haciendo limpieza). Así también se cuida a los lobos de mar, que descansan a los pies del faro cuando se aventuran a la orilla y que uno puede ver a escasos metros. Una cuerda define la frontera. En primavera, llegan unas visitas más esperadas: las ballenas, que hacen escala frente a estas playas antes de seguir su viaje. Le pregunto a un polonés si le gustaría que el pueblo tuviera electricidad. Menea la cabeza. No. Daniel Machado tiene mucho que contar y arranca revelando que su abuelo paterno plantó los árboles del bosque -acacias, pinos marítimos, eucalíptus y tamarices, especial para soportar sequías- que detuvo el avance de las dunas. El Estado instaló en la costa a los Machado en 1900 y les permitió construyeran sus viviendas con restos de navíos.



Lo único que piden es que les permitan seguir mejorando su calidad de vida, arreglar las habitaciones, las puertas de sus casas, ampliar la cocina. La condición que les impone el gobierno, que declaró la zona como "área protegida" en 2009, es que firmen un papel renunciando a sus derechos sobre la tierra. Pero ninguno piensa hacerlo y quedar a merced de un desalojo. Lo de Dani, que así se llama el restorán, no tiene baño, porque no puede construir. "El Cabo ahora pertenece al Sistema Nacional de Áreas Protegidas de Uruguay (SNAP), como Parque Nacional, pero no parece. No hay sistema educativo, ni guías, sólo información de gente al paso"





Los coloridos puestos de artesanía forman parte del encanto del balneario

CAZÓN AL GRILL CON BUÑUELOS DE ALGAS ACABAN DE COMER UNOS ITALIANOS que preparan su excursión. Es un tiburón pequeño que abunda en el atlántico. Los italianos le preguntan a Dani dónde ir. Él apunta con el dedo al horizonte, hacia el Cerro de la Buena Vista. Para llegar se debe bordear unos 5 kilómetros entre el murmullo del mar y el silbido del viento. Atravesando unos 500 metros de arena comienza el ascenso al cerro, una duna de 45 metros de altura, coronada por rocas enormes. Desde la cima se ve el Polonio al sur; y al norte, Barra de Valizas, un pueblo de pescadores. Al frente, el Océano Atlántico y sus islas de piedra; y atrás, la Laguna de Castillos. Belleza Natural en 360 grados.



Las dunas de Cabo Polonio fueron declaradas monumento natural en 1966. Se trasladan y cambian de lugar gracias al viento. Según las investigaciones de la antropóloga Mabel Moreno, se habrían formado por la disminución del nivel del mar durante los últimos 4.000 años.



Los italianos se levantan súper agradecidos. Dani vuelve a nuestra mesa, nos terminamos una Pilsen, y luego seguimos con una Patricia, dos cervezas uruguayas, suaves, 5 grados de alcohol. Aquí se consiguen por 100 uruguayos (5 dólares).

Comer en Cabo Polonio es una de las experiencias más placenteras de este viaje: buñuelos de algas, mejillones, camarones, paellas, pez espada, salmón y tiburón. En los restoranes más finos la carta de vinos ofrece nuestro carménère chileno; la cepa local, el tannat; y el malbec argentino. Isabel Pando, administradora del Don Trigo en la Perla, me hace un cálculo rápido: 750 uruguayos (39 dólares) por persona por una comida de primer nivel. En lo de Dani, sale la mitad.



En las comidas al paso, está la alternativa más económica, aunque menos atractiva: sabrosas milanesas de pescado al pan. Los almacenes con mercadería para la despensa están abiertos hasta las 10 de la noche, y entre sus destacado, están las bolsas de hielo, por 75 uruguayos (poco más de 3 dólares).

"Mis abuelos no eligieron vivir aquí. Los mandaron a trabajar y nos fuimos quedando, hasta la tercera generación y probablemente también lo haga la cuarta", dice Dani, mientras su pequeño Jonathan, de 5 años, revolotea entre las mesas con su amiga Miel, una rubiecita tostada por el sol, hija de María, artesana que decidió quedarse en este paraíso.



TIENE ESCUELA, COMISARÍA Y EL ASENTAMIENTO DE LA ARMADA EN EL FARO. En el colegio 'sobreviven' sólo tres de los 10 alumnos. Cuesta conseguir maestros estables. Eligen partir. "Si fuera por mí, no me iría nunca", reflexiona Dani y me dan ganas de replicar "yo tampoco". Muchos jóvenes afuerinos se quedaron, pero son vistos con recelo por los locales. Tal vez porque sus propios hijos prefieren irse para estudiar y trabajar. Los otros en cambio, dejaron todo en sus grandes urbes y se internaron en la naturalidad del Cabo. "Yo me fui a vivir y estuve los primeros cuatro meses en patas, sin zapatos", dice Daiana Rosenfeld, cineasta argentina que vivió allí un año. Los que se quedan acondicionan sus viviendas para arrendarlas en verano o venden sus productos artesanales o souvenirs.



Una casa vale entre 100 y 200 dólares por día (con paneles solares, agua caliente y generadores). También se montan hospedajes con dormitorio compartido, por 17 y 25 dólares. Para los más exigentes, los hoteles: Mariemar y La Perla del Cabo, donde una habitación para dos cuesta unos 200 dólares. 

La matanza de lobos marinos -antiguamente una de las principales actividades económicas- está suspendida desde 1991

Vuelvo al faro porque me convertiré en una de las pocas mujeres que lo ha encendido. No sé qué hora es, ni quiero saberlo. El Sol manda y el faro se prende apenas se oculta. Desde lo alto, el pueblo se ve apacible. El farero y yo levantamos las cortinas, me aferro a la estructura redonda que luego ha de girar incesante y le doy impulso, suenan los engranajes y se prende la gigantesca lámpara del Cabo Polonio.

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